14
ene 2012
Ricard Vinyes Historiador
En 1993, Bill Clinton, recién
nombrado presidente de EEUU, inauguraba en Washington el United States
Holocaust Memorial Museum. Los impulsores más visibles de la institución habían
sido Elie Wiesel y el presidente Carter. En la declaración fundacional,
redactada por Wiesel, se insistía en que tenía que ser un museo “viviente”, que
explicara cómo el Holocausto había sido posible y lo vinculara a los genocidios
contemporáneos porque, afirmaba el texto del acta: “Un Memorial insensible al
futuro, violaría la memoria del pasado”. El Holocausto debía iluminar.
En su informe al presidente
Carter, Wiesel estableció que, si bien todos los judíos habían sido víctimas,
no todas las víctimas habían sido judías. Así, los discapacitados físicos y
mentales, los gitanos, testigos de Jehová, homosexuales o disidentes políticos
tienen su sitio en el Memorial, si bien con una presencia dispar.
Durante los primeros años de
su creación se trató si debía ser un museo narrativo o un museo basado en la
colección, y si la presentación debía basarse en la historia o en los objetos.
Este dilema fue superado por la práctica museal convencional, y así los objetos
han acabado siendo el centro de una narración historicista que sobrevive
gracias a la impresionante potencia de los medios y a unos espectaculares
recursos museográficos que desbordan al visitante.
En cualquier caso, la
exposición se construyó con un cometido: insistir en la identidad específica,
en la singularidad, de las víctimas. Esta actitud permite explicar el núcleo
universal de toda política represiva o de genocidio: la desposesión integral
–de humanidad, de nombre, de identidad, de bienes– y contar el cómo y el porqué
casi siempre se procede de este modo. La impresionante Torre de los Rostros
–icono del museo– tiene esta misión. Una inmensa estructura que expone 1.200
retratos familiares de las personas que vivían en una pequeña localidad polaca
y que fueron aniquiladas en 48 horas. Son retratos que festejan acontecimientos
corrientes: una merienda, un grupo de amigos, una boda, una fiesta popular,
muchachos corriendo en motocicletas, grupos de vecinos… Al cruzar la Torre, el
visitante se encuentra con la narración documentada de lo que sucedió en aquel
pueblo con la entrada de las tropas hitlerianas.
De hecho, la elección del
Memorial es atestiguar la comisión de un crimen contra la humanidad, mostrar
cómo se organizó y presentar las pruebas para que nunca jamás se baje la
guardia. Por esta razón el guión de la exposición son los métodos y los efectos
de un genocidio moderno, y resume su objetivo en la divisa esculpida en granito
a la entrada del edificio: “Por los muertos y por los vivos, nosotros debemos
ser testigos”. No hay duda de que el acierto del museo consiste en algo que
aunque parezca simple no todos los museos y memoriales tienen: saber qué es lo
que se quiere realmente explicar.
En el panorama museográfico
norteamericano, una de las singularidades del Museo del Holocausto es su
titularidad pública, cuando la tradición estadounidense es la contraria en este
tipo de equipamientos. Por otro lado, la inversión económica inicial fue enorme
no sólo en el edificio –verdaderamente emblemático y en sí mismo un monumento–,
sino en las expediciones que los conservadores del museo realizaron a Europa
para adquirir diversos objetos y formar la colección a golpe de talonario; así
obtuvieron montones de zapatos, cabellos, atuendos, retratos, documentos… Es el
ejemplo de una actuación que arranca exclusivamente de una decisión moral de la
Presidencia del Estado, sin que haya ninguna presión social para llevarla
adelante, sin ningún conflicto.
Por este motivo, la historia y
vida del Memorial del Holocausto es un trayecto “feliz”. Se ocupa de un tema
que no levantaba ningún tipo de tensión social o política en Estados Unidos, a
diferencia de lo que ocurrió en Europa. Y a diferencia también de las tensiones
generadas en otros museos norteamericanos sobre temas tan delicados como la
segregación racial, la inmigración, la masacre de My Lai, la Guerra Fría o el
conflicto espectacular generado en la exposición temporal sobre el Enola Gay,
el avión que lanzó la bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima, depositado en
el Museo Nacional del Aire y del Espacio –que pertenece a la Smithsonian
Institution– y que allí yace, sin apenas información sobre la efeméride y sus
consecuencias.
Precisamente un visitante de
la Smithsonian, tras recorrer una exposición sobre la integración de los
inmigrantes y los afroamericanos, escribió al director de uno de los museos que
gestiona la institución: “Distinguido historiador: ¿qué ha pasado en la Smithsonian?
¿Qué se ha hecho de la historia que yo he aprendido y amado? Comprendo que deba
analizarse la diversidad; pero, y de mí, ¿qué se dice? La Smithsonian
acostumbraba a celebrar América, la potencia americana, las conquistas
americanas; ahora parece concentrarse únicamente en las cosas negativas. Esta
no es la América que yo recuerdo”. Al final de la carta, el visitante pedía que
todos los historiadores como aquel fueran despedidos de la Smithsonian. Cabe
preguntarse por qué el Holocausto hoy apenas genera polémica (a pesar del
reducto negacionista), mientras que otros desastres son obviados, o incluso
mirados con desagrado, a pesar de acarrear numerosas víctimas. Tal vez el
Holocausto se ha convertido ya en un icono mediático más; y si es así, aquel deseo
inaugural de que fuera “una lección para los genocidios contemporáneos”, a
pesar de los pesares, parece que ha resultado inútil.
No hay comentarios:
Publicar un comentario